La teoría del valor-trabajo perdió popularidad entre los economistas. Pero su validez técnica es menos importante que su mensaje principal: los trabajadores son explotados porque los capitalistas se apropian injustamente del valor que generan.
21 de junio de 2022 l 20:51
* por Ben Burgis.
Publicado en Jacobin Latinoamerica.
Traducción: Valentín Huarte.
En 1965, Karl Marx respondió un cuestionario. Por eso sabemos cuáles eran, por ejemplo, su color favorito (el rojo), su comida favorita (el pescado) y sus nombres favoritos (Jenny y Laura, el de su esposa y el de su hija). Dejó en blanco la línea donde debía escribir «el personaje histórico que más detestas» (mi mejor hipótesis es que tuvo problemas para estrechar la lista) y anotó dos nombres en la línea que preguntaba por «tu héroe»: Johannes Kepler y Espartaco.
Esas dos últimas elecciones explican íntegramente lo que pensaba Marx de su proyecto teórico. Kepler asimiló el estudio de los cielos a la física mundana cuando descubrió las leyes del movimiento de los planetas. Espartaco dirigió una revuelta de esclavos.
El colaborador de Marx, Friedrich Engels, se refería a su proyecto conjunto como «socialismo científico». La idea no era que la ciencia social fuera capaz de definir por sí misma que el socialismo era mejor que el capitalismo. La «ciencia» —el impulso que llevó a Marx a descubrir las «leyes de movimiento» de las economías capitalistas— era una ciencia ingenieril que apuntaba a comprender el funcionamiento del capitalismo con el fin de superarlo, y, de esa manera, a ojos de Marx y Engels, eliminar los obstáculos económicos arbitrarios que impedían el desarrollo humano.
En su obra magna, El capital, Marx utilizó la teoría económica más avanzada de su época para descifrar la estructura de la explotación capitalista. Como David Ricardo y otros economistas no socialistas que lo precedieron, Marx pensaba que el valor de una mercancía resultaba del tiempo de trabajo necesario para producirla. Eso es la «teoría del valor trabajo». Después de refinar el análisis de Ricardo con sus propias ideas, Marx terminó concibiendo el valor como el resultado «congelado» del tiempo de trabajo promedio socialmente necesario.
Cuando uno piensa el «valor» de esta manera, es fácil comprender la denuncia socialista tradicional que afirma que los trabajadores son explotados en el socialismo: los trabajadores producen valor, pero los capitalistas controlan la cantidad que vuelve a ellos bajo la forma de los salarios.
Sin embargo, como cualquier otra área de investigación empírica, la economía cambió mucho desde la aparición de El capital en 1867. Hoy la mayoría de los economistas —incluso muchos que son marxistas comprometidos— rechazan la teoría del valor trabajo (TVT).
Pero, ¿la aparente obsolescencia de la TVT implica que el capitalismo es inocente del cargo de explotación? En absoluto. Como demostró G. A. Cohen, si se dejan de lado los supuestos decimonónicos sobre los valores y los precios, es posible reformular la idea fundamental de Marx sobre la explotación en términos mucho más simples. El punto clave es que los trabajadores son la fuente de los productos que tienen valor y que el capitalismo los fuerza sistemáticamente a entregar una parte de ese valor a los patrones.
Es una proposición compleja que intentaremos desandar a partir de la formulación original de Marx.
El análisis del trabajo y del capital de Marx
En los primeros cinco capítulos de El capital, Marx analiza muchos conceptos económicos, empezando por la mercancía, el dinero y el valor. Después los considera en sus relaciones con el capital según sus célebres diagramas de tres letras.
Por ejemplo, es probable que incluso un trabajador que practica la agricultura de subsistencia venda algunos de los productos que él y su familia no necesitan con el fin de comprar otros productos que no pueden hacer. Marx representa esta cadena de transacciones como M-D-M (mercancía-dinero-mercancía). El capitalista hace lo contrario: D-M-D (dinero-mercancía-dinero). Mientras que un avaro simplemente conserva su dinero, tal vez hasta llenar una pileta de monedas de oro como Scrooge McDuck, el capitalista convierte su dinero en mercancías y después convierte esas mercancías en más dinero (que representa el incremento de valor subyacente), sea mediante su venta (en el caso de un capitalista comercial) o mediante su utilización en la fabricación de nuevos productos y su posterior venta (en el caso del capitalista industrial).
Es importante comprender que el impulso que lleva al capitalista a acumular dinero no surge de una supuesta maldad o de una codicia individuales, sino de las presiones implacables del sistema. Un capitalista que no persigue la ganancia sin ningún reparo terminará siendo vencido por aquellos que sí lo hacen. Como dice Marx, el capitalista es una especie de «atesorador racional» (mientras que el atesorado es un «capitalista insensato»).
Pero, pregunta Marx, ¿cómo incrementa la reserva de valor del capitalista?
Está claro que algunas personas son más hábiles que otras en los negocios y son capaces de comprar barato y vender caro, pero ¿cómo aumenta a lo largo del tiempo el suministro de valor de toda la sociedad? ¿De dónde viene el nuevo valor? La respuesta de Marx es que la capacidad de trabajar del trabajador —su «fuerza de trabajo»— es una «C» que tiene la capacidad de convertir «M» en más «M».
En este punto de la discusión, todo buen defensor del capitalismo contradirá la tesis de Marx argumentando que el capitalista brinda los medios físicos de producción: las fábricas, la maquinaria, etc. ¿No es el capitalista la fuente de ese valor? Pero Marx destaca a la vez que los medios físicos de producción son una fuente de valor solo en tanto son utilizados por los trabajadores y que estos son en sí mismos el resultado de la actividad de trabajadores anteriores (en términos de Marx, es «trabajo muerto» utilizado por «trabajo vivo» con el fin de producir más valor).
Y, sin embargo, a pesar de ser la fuente del valor, el trabajo es sometido a la dominación. En un pasaje sorprendente del final del capítulo cuatro, Marx retrata un intercambio idealizado entre el «poseedor de dinero» y el «poseedor de esa mercancía particular, la fuerza de trabajo» que se encuentran en el mercado para intercambiar sus propiedades. En el momento de realizar el intercambio, se presentan como iguales, pero después:
Al dejar atrás esa esfera de la circulación simple o del intercambio de mercancías, en la cual el librecambista vulgaris abreva las ideas, los conceptos y la medida con que juzga la sociedad del capital y del trabajo asalariado, se transforma en cierta medida, según parece, la fisonomía de nuestras dramatis personae [personajes]. El otrora poseedor de dinero abre la marcha como capitalista: el poseedor de fuerza de trabajo lo sigue como su obrero: el uno, significativamente, sonríe con ínfulas y avanza impetuoso; el otro lo hace con recelo, reluciente, como el que ha llevado al mercado su propio pellejo y no puede esperar sino una cosa: que se lo curtan.
A medida que el libro avanza, hasta llegar finalmente al concepto clave de lucha de clases, Marx escribe mucho sobre la forma y el funcionamiento de este proceso de «curtido». Describe viudas pauperizadas obligadas a entregar a sus hijos para que trabajen en la manufactura de fósforos, todo el día todos los días hasta encontrar una muerte prematura. Escribe sobre los grupos de trabajadores desesperados y sobre sus familias, que exigen a las autoridades la reducción del tiempo de trabajo a dieciocho horas por día.
Pero el punto clave en el análisis de Marx es que los economistas que ignoran el antagonismo de clase que habita en el corazón del capitalismo oscurecen uno de sus elementos fundamentales. Bajo el feudalismo, los productores directos (los campesinos) son claramente forzados a entregar un poco de su «plustrabajo» (tiempo que pasan trabajando sin que el objetivo sea satisfacer sus propias necesidades) a la clase dominante. Esta transferencia obligada se realiza a la luz del día. Bajo el capitalismo, los productores inmediatos (obreros) son legalmente libres de establecer contratos con cualquiera, o, siempre que estén dispuestos a pasar hambre, de no establecer ningún contrato. La coerción está disfrazada.
Sin embargo, la realidad subyacente, insiste Marx, es una relación violenta de dominación y de extracción.
El análisis de la explotación de G. A. Cohen
En su obra de 1989, History, Labour, and Freedom, el filósofo socialista G. A Cohen señala que, aun cuando la mayoría de los economistas (incluso muchos economistas marxistas contemporáneos) rechazan la teoría del valor, los socialistas de base tienden a pensar que la TVT es obviamente verdadera. ¿Cómo explicar esta desconexión?
Está claro que la TVT, que Marx heredó de Ricardo y perfeccionó con sus propios descubrimientos analíticos, verdadera o falsa, no es en absoluto obvia. En primer lugar, la relación entre el valor y el precio postulada por Marx es compleja. Toda una serie de hechos vinculados con la competencia y con las presiones de la oferta y de la demanda pueden hacer que el precio de mercado efectivo de una mercancía se aleje mucho de su valor subyacente. Sin embargo, Marx piensa que los precios siguen siendo una especie de reflejo distorsionado del valor-tiempo de trabajo.
Esta perspectiva no es tan fácil de refutar como piensan muchos intelectuales libertarios de cafetín. Marx no piensa, por ejemplo, que los productos tienen más valor cuando son producidos por trabajadores particularmente lentos. Marx considera el valor como un producto que surge del promedio social de tiempo de trabajo necesario en un lugar y momento particulares.
Sin embargo, muchos economistas que consideran el argumento de Marx con la seriedad que merece no están de acuerdo con él. Como dice Mike Beggs, economista y colaborador de Jacobin, los economistas contemporáneos piensan en términos de planes de oferta y demanda en vez de considerar que estas últimas son fuerzas que operan sobre las mercancías. De esa manera, el argumento de Marx, según el cual debe existir una realidad capaz de explicar los precios cuando esas fuerzas están en equilibrio, pierde bastante fuerza.
Pero Cohen creía que los socialistas de base que piensan que la TVT es obvia responden a una impulso distinto de los argumentos técnicos de Marx sobre el valor. En efecto, responden a algo como una «teoría del trabajo de las cosas que tienen valor», ¡que obviamente es verdadera! Independientemente de la definición del valor, está claro que ninguna mercancía que tenga valor puede resultar de otra cosa que no sea la combinación de (a) el mundo natural no humano y (b) el trabajo humano.
Y, una vez aceptado esto, cobra sentido todo el análisis que repasamos en la primera parte de este artículo. En efecto, reproduje muchos de los argumentos clave que Marx presenta en El capital, pero nada de lo que dije presupone los detalles técnicos de la TVT.
Todo bien, pero ¿los trabajadores son realmente explotados?
Alos economistas procapitalistas les encanta hablar de «tierra, trabajo y capital» como si fueran factores independientes que contribuyen en igual medida a la producción y, de esa manera, argumentan que la desconexión entre la parte de los ingresos de una empresa que retorna a los trabajadores bajo la forma de salarios y la parte que está fuera de su control es inobjetable. Después de todo, los trabajadores solo brindan uno de esos tres factores. Pero si el capital es la parte de los recursos de la sociedad —una parte que está por encima y más allá de los que están presentes en la naturaleza virgen— utilizados en la producción, no es más que el fruto del trabajo previo. Por lo tanto, no impugna la acusación de que los obreros no controlan el producto de su trabajo.
Por supuesto, los capitalistas a veces realizan labores de gestión, pero eso no significa que «manager» y «capitalista» se vuelvan roles indistintos. En una empresa suficientemente pequeña, el propietario tal vez hasta pase el trapo después de cerrar. Y, aun así, eso no iguala el rol del capitalista y el rol de un trabajador de la limpieza.
«Está bien», argumentaría un defensor del capitalismo, «pero, ¿no sigue siendo cierto que los capitalistas hacen una contribución importante cuando contratan a los encargados que supervisan el proceso de producción?
Aunque algunos trabajos de gestión dejarían de ser necesarios si los trabajadores controlaran los medios de producción y respondieran a incentivos distintos, no es el caso de todos. En cualquier caso, un comité de trabajadores podría contratar a un encargado que realiza tareas útiles con la misma facilidad con la que lo hace un capitalista. Como dice Cohen en otra parte, las tareas socialmente necesarias son las tareas «delegadas», no el capitalista de pronto dotado por las estructuras sociales de poder de esa capacidad de delegar.
En cuanto a la tierra, el error es todavía más evidente. ¿La propiedad de la tierra contribuye en algún sentido a la producción? Únicamente en el sentido de que el propietario permite que se desarrolle la producción. En ese caso, en una monarquía absoluta donde debe aprobar individualmente cada actividad productiva realizada en su reino, ¡el rey también realiza un trabajo útil!
Es la tierra la que hace una contribución importante, pero, ¿en qué sentido eso refutaría la denuncia marxista de que la falta de control de los trabajadores sobre el producto de su trabajo es una forma de explotación? Como dice David Schweickart en su libro After Capitalism, a menos que la idea sea quemar una parte de las cosechas producidas por la combinación de la tierra y el trabajo agrícola en un ritual de «sacrificio al Dios de la Tierra», la contribución de la tierra parece irrelevante cuando discutimos temas vinculados a la distribución.
En el mismo sentido, G. A. Cohen argumenta que, cuando denunciamos la explotación, no importa si los operarios de la industria automotriz están produciendo valor o simplemente están produciendo —transportando y vendiendo— autos que tienen valor. En todo caso, no fundar el análisis marxista de la explotación en supuestos decimonónicos sobre el equilibrio de los precios simplifica el tema y perfecciona la analogía original de Marx entre el feudalismo y el capitalismo. Como sucedía con los campesinos feudales, los obreros son despojados de todo control sobre su producto, sin que importe el precio al que termine vendiéndolo la persona que dispone de él.
El análisis de Cohen de la falta de libertad de la clase obrera
Por supuesto, ni Marx ni Cohen pensaban que los trabajadores debían recibir todo el producto de su trabajo. Marx argumentaba que, por distintos motivos, eso sería a la vez poco práctico y no del todo correcto. En primer lugar, ¿qué sucede con la manutención del equipamiento de la fábrica? ¿O con la construcción de nuevas fábricas? ¿Qué sucede con las «necesidades comunes» como las escuelas y los hospitales o con las necesidades de consumo de los que están incapacitados para el trabajo?
Lo que convierte la renuncia a cierta parte del valor producido por los trabajadores o del valor de las mercancías que producen en explotación es que esa renuncia no se responde a un proceso democrático en el que los beneficiarios deban argumentar de manera convincente, sino que es arrebatada como consecuencia del poder que una clase tiene sobre otra.
Por lo tanto, el verdadero problema es si la parte del valor controlada por el capitalista es entregada voluntariamente por el trabajador. En efecto, Cohen argumenta que el hecho de que la TVT fuera cierta no fortalecería en absoluto la denuncia de la explotación. Para convencernos de esto, adoptemos una perspectiva «marginalista» del valor, en donde el valor es producido por el deseo de los consumidores. ¿Eso dota en algún sentido a los consumidores del derecho a las cosas que desean? Por supuesto que no. De nuevo, el verdadero problema es quién produce los bienes y los servicios, y si las disposiciones que colocan esos productos bajo el control de capitalistas separados son aceptadas voluntariamente por los trabajadores.
Robert Nozick, filósofo libertario, argumentaba que uno solo puede ser «obligado» a hacer algo cuando no se respetan sus derechos de propiedad, pero, como argumentó Cohen en un artículo brillante de 1983, esto implica desconocer completamente los hechos, y no solo porque las teorías libertarias de los derechos de propiedad son muy poco plausibles. Podemos y debemos definir qué significa que una acción responda a la «coerción» antes de preguntarnos si existe algo capaz de justificar esa coerción. Por ejemplo, un asesino serial es forzado a mantenerse a distancia de la sociedad (y eso es algo bueno).
Tampoco sirve de nada decir que un trabajador que no tiene ninguna posibilidad real de fundar un negocio propio tiene otras opciones además de la de trabajar para un capitalista (que puede cobrar un subsidio de desempleo, o mendigar o simplemente confiarse a la fortuna). Es lo mismo que decir que un cajero de banco forzado con un arma en la cabeza a entregar el código de la caja fuerte no está obligado a hacerlo porque siempre tiene la opción de luchar contra el atacante o de dar su vida por el banco. Cohen dice que casi siempre, cuando decimos que alguien está obligado a hacer algo, no estamos diciendo que literalmente no tiene otras opciones. Simplemente estamos diciendo que no tiene otras opciones aceptables.
Cohen piensa que el mejor argumento contra la afirmación de que los trabajadores están forzados a someterse a la dominación de los capitalistas, y, por lo tanto, forzados a renunciar a una parte del producto de su trabajo que queda fuera de su control, es ni más ni menos que la movilidad ascendente. Algunos trabajadores, incluso algunos de entre los que empiezan en posiciones desesperantes, llegan eventualmente a escalar a posiciones más altas en la estructura de clases (por ejemplo, mediante la fundación de un comercio propio).
Pero Cohen agrega un elemento fundamental: es estructuralmente imposible que todos tengan su pequeño comercio propio en una economía moderna compleja como la nuestra. O bien la fuerza de trabajo controlará colectivamente los medios de producción, o estará sometida a la dominación de los capitalistas que extraen plusvalor (es decir, valor que no satisface las necesidades de los trabajadores, sino que forma parte de los ingresos de una empresa y que, acumulado o reinvertido, permanece fuera del control de los trabajadores).
«El capitalismo necesita una importante fuerza de trabajo contratada», escribe Cohen, «que dejaría de existir si más trabajadores ascendieran de posición». Esto significa que aunque existan unos cuantos salvavidas, la clase trabajadora está colectivamente atrapada a bordo del barco del trabajo asalariado.
Esta es la analogía que nos presenta Cohen:
Diez personas entran en una sala donde la única salida es una enorme y pesada puerta que está cerrada con llave. Cada persona tiene, a distancias diferentes, una llave pesada. Cualquiera que logre levantar la llave —y todos son físicamente capaces de hacerlo aplicando distintos niveles de esfuerzo— y llevarla a la puerta encontrará, después de aplicarse con diligencia, una manera de abrir la puerta y abandonar la sala. Pero de esa manera, dejará la sala solo. Unos dispositivos fotoeléctricos instalados por el carcelero garantizan que la puerta se abra únicamente el tiempo suficiente para permitir que salga una persona. Después la puerta volverá a cerrarse, y nadie más será capaz de abrirla de nuevo.
En un sentido, cualquiera de los prisioneros puede escapar. Pero también está claro que en otro sentido están colectivamente privados de su libertad. Un prisionero de la sala hipotética de Cohen, como un trabajador en el capitalismo, tal vez logre concretar su escape individual, pero no puede escapar junto a sus compañeros.
La única manera de que todos escapen juntos, dice Cohen, es que conquisten un «tipo de libertad más profunda», es decir, que se liberen de la sociedad de clases.
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