La historia del 7 de noviembre de 1917, el día en que los bolcheviques cambiaron la historia del mundo.
7 de noviembre de 2022 | 21:57
* por China Miéville.
* Traducción: Antonio José Antón Fernández.
Se acercaba el amanecer del día 25. Un desesperado Kérenski lanzó un llamamiento a los cosacos para que «en nombre de la libertad, el honor y la gloria de nuestra tierra natal… se intervenga para ayudar al Comité Central Ejecutivo del Soviet, a la democracia revolucionaria y al Gobierno Provisional, y para salvar al moribundo Estado ruso».
Pero los cosacos querían saber si la infantería daría también el paso. Cuando la respuesta del gobierno fue equívoca, todos excepto unos pocos ultralealistas respondieron que declinaban actuar aisladamente, «sirviendo solo de dianashumanas».
Repetidamente, fácilmente, a lo largo de toda la ciudad, el Milrevcom desarmó a los guardas lealistas y simplemente les mandó de vuelta a casa. Y en su mayor parte, lo hicieron. Los insurgentes ocuparon el Palacio de Ingenieros; les bastó con entrar.
Según recuerda uno de los testigos, «entraron y tomaron sus asientos, y los que estaban sentados allí simplemente se levantaron y se fueron».^^ A las 6 a.m., cuarenta marineros revolucionarios se acercaron al Banco Estatal de Petrogrado. Sus guardas, del Regimiento Semiónovski, habían jurado neutralidad: defenderían el banco frente a saqueadores y criminales, pero no elegirían bando entre reacción y revolución. Ni intervendrían. Se mantuvieron al margen, por tanto, y dejaron que el CMR se hiciera con el control.
En una hora, mientras una pálida luz invernal acariciaba la ciudad, un destacamento del Regimiento Keksgolmski, dirigido por Zajárov, un cadete atípico de la escuela militar que se había comprometido con la revolución, se dirigió hacia la estación central de telefonía. Zajárov había trabajado allí y conocía el dispositivo de seguridad con que contaba la estación. Cuando llegó, no tuvo dificultad en dirigir sus tropas para que aislaran y desarmaran a los impotentes cadetes que estaban allí de servicio. Los revolucionarios desconectaron todas las líneas gubernamentales.
Solo se les escaparon dos. Con estas dos líneas disponibles, los ministros del gobierno mantuvieron el contacto con sus exiguas tropas; refugiados, parapetados con dos receptores, susurrando en medio de las filigranas blancas y doradas de las columnas y candelabros de la Sala Malaquita del Palacio de Invierno. Daban instrucciones fútiles y discutían en voz baja, mientras Kérenski observaba con la mirada perdida.
Empezaba la mañana. En Kronstadt, como ya habían hecho otras veces, los marineros abordaron todo lo que pudieron encontrar que fuera navegable. En Helsingfors se hicieron con cinco destructores y un patrullero, todos engalanados con banderas revolucionarias. En todo Petrogrado, los revolucionarios vaciaban una vez más las cárceles.
En Smolni, una figura desaliñada se colaba en la sala de operaciones bolchevique. Los activistas miraron desconcertados al recién llegado, hasta que finalmente Vladímir Bonch-Bruevich gritó y corrió con los brazos abiertos. «¡Querido Vladímir Ilich, nuestro padre! ¡No te reconocí!». Lenin se sentó para redactar una proclamación. Era un manojo de nervios, ansioso por lograr que el derrocamiento final del gobierno se hubiera completado al inaugurarse el Segundo Congreso. Conocía bien el poder de los hechos consumados.
A los ciudadanos de Rusia. El Gobierno Provisional ha sido depuesto. El poder del Estado ha pasado a manos del órgano del Soviet de Diputados Obreros y Soldados de Petrogrado, el Comité Militar Revolucionario, que está al frente del proletariado y de la guarnición de Petrogrado.
La causa por la cual ha luchado el pueblo; el ofrecimiento inmediato de una paz democrática, la abolición de la propiedad terrateniente sobre la tierra, el control obrero sobre la producción y la creación de un gobierno soviético; el triunfo de esta causa ha quedado asegurado.
¡Viva la revolución de los obreros, soldados y campesinos!
Muy convencido ya de la utilidad del Milrevcom, Lenin no firmaba en nombre de los bolcheviques, sino en nombre de ese órgano «no partidista». La proclamación se imprimió rápidamente en esos bloques de texto en negrita a los que tan bien se presta el cirílico. Tan pronto como se pudieron distribuir las copias, se pegaron a modo de carteles en innumerables paredes. Los operadores teclearon sus palabras por los cables del telégrafo.
De hecho, lo que proclamaban no era una verdad, sino una aspiración.
En el Palacio de Invierno, Kérenski utilizó sus últimos canales de comunicación para unirse a las tropas que se dirigían hacia la capital. Contactar con ellas, sin embargo, no sería nada fácil. Podría escapar, pero el CMR controlaba las estaciones.
Necesitaba ayuda. El Estado Mayor realizó una larga y frenética búsqueda, y finalmente encontró un coche adecuado. Suplicando, lograron asegurar el uso de otro coche de la embajada americana: un vehículo con oportuna matrícula diplomática.
Alrededor de las once de la mañana del día 25, justo cuando la profética proclamación de Lenin comenzaba a circular, los dos vehículos atravesaron los controles del CMR, que eran más entusiastas que eficientes.
Un Kérenski derrumbado escapaba de la ciudad con un pequeño séquito, para ir en busca de soldados leales.
Para muchos ciudadanos, pese a la rebelión, pareció un día casi normal en Petrogrado. El ruido y jaleo era imposible de ignorar, desde luego, pero relativamente poca gente estaba implicada en el combate real, y solo en puntos clave. Mientras aquellos combatientes continuaban su trabajo insurreccional o contrarrevolucionario, dándole nueva forma al mundo, la mayor parte de tranvías circulaban y la mayor parte de las tiendas seguían abiertas.
A mediodía, soldados y marineros revolucionarios llegaron al Palacio Mariinski. Los preparlamentarios, que ansiosamente comentaban el drama según se desarrollaba, estaban a punto de convertirse en actores de él.
Un comisario del CMR irrumpió en el Preparlamento. Ordenó al presidente, Avkséntiev, que despejara el palacio. Se abrieron paso soldados y marineros con sus armas, dispersando a los aterrados diputados. Rápidamente, Avkséntiev reunió a tantos responsables como pudo del comité. Sabían que la resistencia era inútil, pero partieron bajo protesta, tan formalmente como pudieron, decididos a reunirse de nuevo, lo más pronto posible.
A medida que salían al gélido aire del exterior, los nuevos guardias del edificio comprobaron sus papeles, pero no les detuvieron. El patético Preparlamento no era el trofeo que les faltaba, para exasperación de Lenin.
Ese premio estaba en el Palacio de Invierno, ahora sin Kérenski. En ese edificio, con su mundo derrumbándose, todavía ardían las últimas ascuas del Gobierno Provisional.
A las doce, en la gran Sala Malaquita, el kadete y magnate textil Konoválov convocaba al gabinete de gobierno.
«No sé por qué se ha convocado esta sesión» masculló el ministro de Marina, el almirante Verderevski. «No tenemos fuerza militar tangible, y por consiguiente somos incapaces de emprender cualquier acción». Quizá, planteó, podrían haberse reunido con el Preparlamento -y, según lo decía, llegaron noticias de que había sido derrocado.
Los ministros recibían informes y trasladaban llamamientos a sus escasos interlocutores. Aquellos inmunes al pesimista realismo de Verderevski se abandonaban a las fantasías. Con los últimos retazos de su poder escapándose, soñaban con una nueva autoridad.
Con toda la seriedad del mundo, como cerillas usadas narrando historias de la conflagración que ellas mismas van a protagonizar, los supervivientes del Gobierno Provisional de Rusia debatían a cuál de ellos harían dictador.
Esta vez las fuerzas de Kronstadt alcanzaron las aguas de Petrogrado en un antiguo yate de lujo, dos minadores, una nave de maniobras, un antiguo buque de guerra y una falange de pequeñas naves. Otra loca flotilla.
Cerca de donde el gabinete fantaseaba con la dictadura, marineros revolucionarios tomaban el Almirantazgo y arrestaban al alto mando naval. El Regimiento Pavlovski organizó piquetes en los puentes. El regimiento Keksgolmski tomó el control del norte del río Moika.
Pasados varios minutos del mediodía, la hora programada para la toma del Palacio de Invierno, todavía no se habían cumplido los objetivos. La fecha se atrasaba tres horas, y por tanto el arresto del gobierno llegaría después de la apertura del Congreso de los Soviets a las 2 p.m., exactamente lo que Lenin quería evitar. De modo que se pospuso la apertura.
Pero el auditorio del Smolni estaba ahora abarrotado de delegados de los soviets provinciales y de Petrogrado. Exigían noticias. No podían hacerles esperar indefinidamente.
A las 2:35 p.m., por tanto, Trotsky dio comienzo a una sesión de emergencia del Soviet de Petrogrado.
«En nombre del Comité Militar Revolucionario», exclamó, «declaro que el Gobierno Provisional ya no existe».
Sus palabras suscitaron una tormenta de alegría. Las instituciones clave estaban en manos del CMR, continuaba Trotsky elevando su voz sobre la conmoción generalizada. El Palacio de Invierno caería «en breves instantes». Llegó otra gran ovación: Lenin estaba entrando en la sala.
«¡Viva el camarada Lenin!», gritó Trotsky, «¡de nuevo con nosotros!». La primera aparición pública de Lenin desde julio fue breve y exultante. No ofreció detalles, pero anunció «el comienzo de un nuevo periodo», y clamó: «¡Viva la revolución socialista mundial!».
Muchos de los presentes respondieron con alborozo. Pero había disenso. «Estás anticipándote a la voluntad del Segundo Congreso de los Soviets», gritó alguien.
«La voluntad del Segundo Congreso de los Soviets ya ha sido prefijada por la rebelión de los obreros y soldados», replicó Trotsky. «Ahora solo tenemos que desarrollar este triunfo».
Pero en medio de las proclamaciones de Volodarski, Zinóviev y Lunacharski, un pequeño número de moderados, sobre todo mencheviques, se retiraron de los órganos ejecutivos del Soviet. Advirtieron de las terribles consecuencias que traería esta conspiración.
…
Tras casi ocho horas de demora, los delegados del soviet no podían contenerse por más tiempo. Una hora después de ese primer disparo, en la gran sala de columnas de Smolni, daba comienzo el Segundo Congreso de Soviets.
La sala estaba cargada de humo de cigarrillos, pese a las numerosas advertencias —a veces repetidas entre bromas por los propios infractores— de que no estaba permitido fumar. Los delegados, anotó Sujánov con preocupación, en su mayor parte tenían «los grises rasgos de las provincias bolcheviques».
Parecían, a su mirada refinada e intelectual, «ásperos», «primitivos» y «oscuros», «toscos e ignorantes».
De 670 delegados, 300 eran bolcheviques. Ciento noventa y tres eran eseristas, y más de la mitad de ellos eran de la izquierda del partido; sesenta y ocho eran mencheviques, y catorce eran mencheviques-internacionalistas. El resto no estaban afiliados, o eran miembros de pequeños grupos. El tamaño de la presencia bolchevique ilustraba que el apoyo al partido se disparaba entre aquellos que habían votado a los representantes; además de unos acuerdos organizativos, más o menos laxos, que les habían otorgado una parte más que proporcional. Aun así, sin los eseristas de izquierdas no tenían mayoría.
Sin embargo, no fue un bolchevique quien hizo sonar la campana inaugural, sino un menchevique. Los bolcheviques jugaron con la vanidad de Dan, ofreciéndole este papel. Pero Dan instantáneamente aplastó cualquier esperanza de camaradería o entendimiento entre partidos.
«El Comité Ejecutivo Central considera superfluo nuestro acostumbrado discurso político de apertura», anunció. «Y en este mismo momento, nuestros camaradas, que con generosidad cumplen con las obligaciones que les asignamos, están siendo atacados en el Palacio de Invierno».
Dan y los otros moderados que habían liderado el Soviet desde marzo abandonaron sus asientos para ser reemplazados por el nuevo presidium, designado de manera proporcional. En medio de una ovación, catorce bolcheviques (incluyendo a Kollontai, Lunacharski, Trotsky, Zinóviev) y siete eseristas de izquierdas, incluyendo a la gran María Spiridónova, ascendieron al estrado. Los mencheviques, en señal de reprobación, rechazaron sus tres asientos. Un lugar estaba destinado a los mencheviques-internacionalistas: en un movimiento simultáneamente digno y patético, el grupo de Mártov declinó asumirlo, pero se reservó el derecho a hacerlo después.
Mientras la nueva dirigencia revolucionaria se sentaba y se preparaba para ejercer sus funciones, la sala reverberó repentinamente con otro disparo de cañón.
Todo el mundo quedó petrificado.
El estruendo venía de la Fortaleza de San Pedro y San Pablo. A diferencia del disparo del Aurora, esta vez no había sido de fogueo.
El oleoso destello de las deflagraciones se reflejaba sobre el Nevá. Los obuses se elevaban, ardiendo en la noche y silbando mientras descendían hacia su objetivo. Muchos, por piedad o incompetencia, estallaban ruidosos, espectaculares e inofensivos, sobre las aguas.
Desde sus puestos, los Guardias Rojos también dispararon. Sus balas batían los muros del Palacio de Invierno. En su interior, los vestigios del gobierno se resguardaban bajo las mesas, mientras los cristales llovían a su alrededor. En Smolni, a medida que sonaban los ominosos ecos del asalto, Mártov alzó su voz, trémula. Insistió en una solución pacífica. Pidió enérgicamente un alto el fuego y que comenzaran las negociaciones para un gobierno socialista, unido, interpartidista.
Una sonora ronda de aplausos desde el público. Desde el propio presidium Mstislavski, de los eseristas de izquierdas, ofrecía a Mártov su apoyo, sin fisuras. Igualmente lo hicieron, y abiertamente, muchos de los presentes -incluyendo a muchos bolcheviques de base.
En nombre de la dirección del partido, Lunacharski pidió la palabra. Y entonces, sorprendentemente, anunció que «la fracción bolchevique no tiene absolutamente nada en contra de la propuesta realizada por Mártov». Los delegados votaron el llamamiento de Mártov. El apoyo era unánime.
Bessie Beatty, corresponsal del San Francisco Bulletin, estaba en la sala. Ella comprendió lo que estaba en juego. «Fue», escribió, «un momento crítico en la historia de la Revolución rusa». Parecía que una coalición socialista democrática estaba a punto de nacer.
Pero según se alargaba el momento, volvían a sonar las armas en el Nevá. Sus ecos sacudieron la sala; y reaparecieron los cismas entre partidos.
«Una operación política criminal está ocurriendo a espaldas del Congreso Panruso», anunció un oficial menchevique, Jarash. «Los mencheviques y eseristas repudian todo lo que está ocurriendo aquí, y tenazmente se resisten a todos los intentos de hacerse con el gobierno».
«¡Él no representa al Decimosegundo Ejército!» gritó un soldado furioso.
«¡El ejército exige todo el poder para los soviets!».
Rugidos, interrupciones, insultos. Ahora los eseristas de derechas y los mencheviques se turnaban para denunciar a los bolcheviques y advertir que se retirarían de la sesión, mientras la izquierda les abucheaba.
La atmósfera se recrudecía. La palabra le correspondía ahora a Jinchuk, del Soviet de Moscú. «La única solución pacífica posible para la crisis actual», insistió, «sigue estando en las negociaciones con el Gobierno Provisional».
Caos. La intervención de Jinchuk o era una infraestimación catastrófica del odio hacia Kérenski, o una provocación deliberada. Logró desatar la furia mucho más allá de los bolcheviques, que escuchaban, incrédulos. Finalmente, en medio del estrépito Jinchuk gritó: «¡Abandonamos este congreso!».
Pero en medio de la estampida, entre los abucheos y silbidos que siguieron a su exhortación, los mencheviques y eseristas dudaron. La amenaza de abandonar, después de todo, era su última carta.
En la otra punta de Petrogrado, la Duma discutía la infeliz llamada telefónica de Máslov. «Dejemos que nuestros camaradas sepan que no les hemos abandonado; hagámosles saber que moriremos con ellos», proclamaba el eserista Naum Byjovski. Liberales y conservadores se alzaron para votar sí: se unirían a los que se refugiaban en el Palacio de Invierno, bajo el fuego; ellos también estaban listos para morir por el régimen. La condesa kadete Sofia Pánina declaró que «se colocaría frente al cañón».
Con todo el desdén, los representantes bolcheviques votaron que no. Ellos también saldrían, dijeron, pero no hacia el palacio, sino hacia el Soviet. Hecha la votación, los dos peregrinajes opuestos se distanciaron en la oscuridad.
En Smolni, Erlich, del Bund judío, interrumpió la sesión con noticias de las decisiones de los diputados de la Duma de la ciudad. Era el momento, dijo, para que aquellos que «no desean un baño de sangre» se unieran a la marcha hacia el palacio, en solidaridad con el gobierno. De nuevo rugió la izquierda, mientras mencheviques, bundistas, eseristas, y unos pocos más, se alzaban y abandonaban la sala. Dejando atrás a los bolcheviques, a los eseristas de izquierda y a los agitados mencheviques-internacionalistas.
Lidiando con la fría lluvia nocturna, los autoexiliados moderados de Smolni atravesaron la avenida Nevski y llegaron a la Duma. Allí unieron fuerzas con sus diputados, con los mencheviques y eseristas del Comité Ejecutivo de Soviets Campesinos, y juntos decidieron mostrar su solidaridad con el gabinete. Caminaron en fila de cuatro detrás de Shreider, el alcalde, y Serguéi Prokopóvich, el ministro de Industria y Suministros. Portando pan y salchichas para el sustento de los ministros, silbando La Marsellesa, el grupo de trescientos delegados partía, dispuesto a morir por el Gobierno Provisional.
No llegaron a avanzar una manzana. En la esquina del canal, los revolucionarios les tapaban el paso.
«¡Exigimos pasar!», gritaron Shreider y Prokopóvich. «¡Nos dirigimos al Palacio de Invierno!».
Un marinero, divertido por el atrevimiento, se negó a dejarles pasar.
«¡Dispáranos si quieres!», respondieron desafiantes los miembros de la marcha. «Estamos listos para morir, si tienes el coraje de disparar a rusos y camaradas… ¡Desnudamos nuestros pechos ante vuestras armas!».
El peculiar enfrentamiento se prolongaba. La izquierda se negaba a disparar, la derecha exigía su derecho a pasar y/o ser disparada.
«¿Qué haréis?», gritó alguien al marinero que tercamente se negaba a matarle.
Se ha hecho famoso el relato de John Reed, testigo de lo que ocurrió a continuación. «Otro marinero llegó, muy irritado. “¡Os azotaremos!”, gritó enérgicamente. “Y si es necesario dispararemos. Volved a casa ahora y dejadnos en paz”».
Eso no era un destino adecuado para los campeones de la democracia. De pie sobre una caja, agitando su paraguas, Prokopóvich anunciaba a sus seguidores que salvaría a estos marineros de sí mismos. «¡No podemos permitir que nuestra sangre inocente se derrame en las manos de estos ignorantes! Está por debajo de nuestra dignidad ser fusilados» -no digamos azotados- «aquí en la calle por estos guardagujas. Volvamos a la Duma y discutamos el mejor modo de salvar al país y a la Revolución».
Con eso, los autodeclarados morituri por la democracia liberal se dieron la vuelta y emprendieron su vergonzosamente corto viaje de retorno, llevando sus salchichas con ellos.
Mártov seguía en el auditorio, en la tumultuosa reunión. Todavía se afanaba por llegar a un compromiso. Ahora planteaba una moción que criticaba a los bolcheviques por adelantarse a la voluntad del Congreso, sugiriendo -de nuevo- que las negociaciones comenzaran por un amplio, inclusivo, gobierno socialista. Esto se acercaba a su propuesta de dos horas antes -a la que, pese al deseo de Lenin de romper con los moderados, los bolcheviques no se habían opuesto.
Pero dos horas era mucho tiempo.
Mientras Mártov permanecía sentado, hubo un revuelo; la fracción bolchevique de la Duma irrumpió en la sala, para sorpresa y alborozo de los delegados. Habían venido, dijeron, «para triunfar o morir con el Congreso Panruso».
Según se acababa la ovación, el propio Trotsky se levantó para responder a Mártov.
«Un alzamiento de las masas populares no requiere justificación», dijo. «Lo que ha ocurrido es una insurrección, no una conspiración. Fortalecimos la energía revolucionaria de los obreros y soldados de Petersburgo. Abiertamente forjamos la voluntad de las masas para una insurrección, no para una conspiración. Las masas del pueblo siguieron nuestra bandera y nuestra insurrección salió victoriosa. Y ahora se nos dice: renunciad a vuestra victoria, haced concesiones, llegad a un compromiso. ¿Con quién? Pregunto: ¿con quién debemos llegar a compromisos? ¿Con los corruptos que nos han abandonado, o con quienes están haciendo esta propuesta? Después de todo, ya tenemos una visión completa acerca de ellos. Nadie en Rusia les apoya. Se supone que debe alcanzarse un compromiso, como si fuera entre dos partes iguales, con los millones de obreros y campesinos representados en este congreso; con los cuales, no por primera o última vez, pretenden mercadear según considere oportuno la burguesía. No, aquí no es posible compromiso alguno. A aquellos que han abandonado y a aquellos que nos dicen que hagamos esto, debemos decirles: estáis lamentablemente aislados, habéis fracasado; ya no pintáis nada. Id adonde debéis ir: al vertedero de la historia!».
La sala estalló. En medio del ruidoso y sostenido aplauso, Mártov se levantó y gritó: «¡Entonces nos marcharemos!».
Según se dio la vuelta, un delegado le impidió el paso. El hombre le miró con una expresión a medio camino entre la tristeza y la acusación.
«Y eso que llegamos a pensar», dijo, «que Mártov finalmente se quedaría con nosotros».
«Un día comprenderéis», dijo Mártov, con su voz temblando, «el crimen del que estáis tomando parte». Se marchó.
El Congreso rápidamente aprobó una vengativa denuncia de los ausentes, incluyendo a Mártov. Estas pullas resultaron desagradables e innecesarias para los eseristas de izquierda y mencheviques-internacionalistas, y también para muchos bolcheviques.
Borís Kamkov fue cálidamente aplaudido cuando anunció que su grupo, los eseristas de izquierda, habían decidido quedarse. Intentó revivir la propuesta de Mártov, criticando amablemente a la mayoría bolchevique: no habían logrado todo el apoyo del campesinado, ni de gran parte del ejército, recordó a los presentes. Todavía era necesario el compromiso.
Esta vez no fue Trotsky quien respondió, sino el popular Lunacharski -que antes había estado de acuerdo con la propuesta de Mártov-. Las tareas por delante eran onerosas, estaba de acuerdo, pero «la crítica que nos hace Kamkov es infundada».
«Si al comenzar esta sesión hubiéramos dado cualquier paso para rechazar o eliminar otros elementos, Kamkov podría tener razón», continuó Lunacharski. «Pero todos nosotros unánimemente aceptamos la propuesta de Mártov, esto es, discutir modos pacíficos de resolver la crisis. Y nos llovió toda clase de declaraciones. Se llevó a cabo contra nosotros un ataque sistemático… sin escucharnos, sin preocuparse siquiera de debatir su propia propuesta, ellos [los mencheviques y eseristas] inmediatamente buscaron aislarse de nosotros».
En respuesta, podría habérsele señalado a Lunacharski que Lenin, durante semanas, había estado insistiendo en que su partido debía tomar el poder en solitario. Y aun así, pese a este cinismo, Lunacharski tenía razón.
Ya fuera en alegre solidaridad, ásperamente, desde la confusión, o como fuera; como el resto de partidos, todos los bolchevique en la sala habían apoyado la cooperación -un gobierno de unidad socialista- cuando Mártov lo planteó por primera vez.
Bessie Beatty sugirió que Trotsky no pudo moverse todo lo rápido como hubiera podido en respuesta a esa primera propuesta, quizá por «algún recuerdo amargo de los insultos que había sufrido a manos de esos otros líderes». Eso era debatible; incluso si era verdad, los mencheviques, los eseristas de derecha y los demás habían elegido usar el voto como arma arrojadiza contra los bolcheviques. Habían pasado directamente de proponerlo a oponerse, denunciando después a aquellos a su izquierda.
La pregunta de Lunacharski era razonable: ¿cómo cooperas con aquellos que han rechazado la cooperación?
Como si quisieran darle la razón, los moderados ausentes estaban, en ese mismo momento, describiendo la reunión como «una reunión privada de delegados bolcheviques». «El Comité Ejecutivo Central», anunciaron, «actúa como si el Segundo Congreso no hubiera tenido lugar».
En la sala, el debate sobre la conciliación se prolongó hasta las horas más oscuras. Pero por ahora la opinión mayoritaria estaba con Lunacharski y con Trotsky.
Era el final de partida en el Palacio de Invierno.
El viento atravesaba los cristales rotos. Las amplias cámaras del palacio estaban frías. Los soldados, desconsolados, privados de propósito, se paseaban, dejando atrás las águilas de dos cabezas del salón del trono. Los invasores llegaron a la habitación personal del emperador. Estaba vacía. Allí se demoraron, descargando su rabia en los retratos, clavando sus bayonetas en un inexpresivo y estólido Nicolás II de tamaño real que colgaba de la pared. Atacaron el cuadro como bestias con garras, dejando largos arañazos, desde la cabeza del antiguo zar hasta sus botas.
Las figuras se movían por las habitaciones; aparecían y desaparecían en la penumbra, sin reconocerse entre ellas. Un tal teniente Sinegub se había quedado en el palacio, comprometido con la defensa del gobierno. Patrulló intermitentemente los sitiados pasillos durante horas, a la espera de un ataque, perdido en una especie de pánico sedado. Tranquilo, paseando inmerso en un agotamiento narcótico, al pasar vislumbraba escenas fragmentarias, como recortes de una historia: un viejo caballero en uniforme de almirante, sentado inmóvil en un sillón; una centralita apagada, desierta; soldados agachados, vigilados por las miradas de una galería de retratos.
Se producían escaramuzas en las escaleras. Cualquier crujido de la tarima podía ser la revolución. Apareció de repente un junker que se dirigía a alguna parte, en alguna misión. Advirtió, fingiendo estar calmado, que la persona con la que Sinegub acababa de encontrarse -se había cruzado con alguien, sí- era probablemente un enemigo. «Bien, excelente», dijo Sinegub. «¡Mira! Me voy a asegurar ahora mismo». Se volvió y lo inmovilizó -el otro hombre, de hecho, era un insurgente- tirando de su abrigo, como un niño en una pelea de patio de recreo, de modo que no pudiera podía mover los brazos.
Alrededor de las 2 de la madrugada, un gran contingente de fuerzas del CMR irrumpió por sorpresa en el palacio.
Frenético, Konoválov telefoneó a Shreider. «Todo lo que tenemos es una pequeña fuerza de cadetes», dijo. «Nuestro arresto es inminente». La conexión se interrumpió.
Desde los pasillos, los ministros escucharon disparos inútiles. Su última línea de defensa. Pasos. Un cadete sin aliento entró corriendo, pidiendo órdenes. «¿Combate hasta el último hombre?», preguntó.
«¡Ningún derramamiento de sangre!», gritaron. «Debemos rendirnos».
Y esperaron. Pero les sobrevino una extraña y torpe preocupación. ¿Cómo es la manera más digna de ser encontrados? Sin duda, no merodeando vergonzosamente, con el abrigo en el brazo, como hombres de negocios esperando al tren.
Kishkin el dictador tomó el mando. Y emitió las dos órdenes finales de su reinado.
«Dejad vuestros abrigos», dijo. «Sentémonos a la mesa».
Obedecieron. Y ahí estaban, como el congelado retrato de una reunión de gabinete, cuando Antónov irrumpió dramáticamente, con su excéntrico sombrero de artista echado hacia atrás sobre su pelo rojo. Detrás de él, soldados, marineros, Guardias Rojos.
«El Gobierno Provisional está aquí», dijo Konoválov con impresionante decoro, como si respondiera al timbre de la puerta, en lugar de a una insurrección. «¿Qué queréis?».
«Les informo a todos ustedes», dijo Antónov, «miembros del Gobierno Provisional: quedan arrestados».
Antes de la revolución, y ya había trascurrido toda una vida política, uno de esos ministros presentes, Maliantovich, había acogido a Antónov en su casa. Los dos hombres se miraron, pero no lo mencionaron.
Los Guardias Rojos se enfurecieron al darse cuenta de que Kérenski hacía tiempo que se había marchado. Hirviéndole la sangre, uno gritó: «¡A bayonetazos con todos estos hijos de puta!».
«No permitiré ninguna violencia contra ellos», respondió Antónov con calma.
Y con esas desalojó a los ministros, que dejaban tras ellos los borradores de proclamas, llenos de tachaduras y esquemas, como fantasiosas plasmaciones de una dictadura soñada. Un teléfono empezó a sonar.
Sinegub observaba desde el pasillo. Su tarea había terminado una vez desahuciado el gabinete. Se dio la vuelta, en silencio, y se alejó, desapareciendo entre el resplandor de los reflectores.
Los saqueadores hurgaron en el laberinto de salas, convertidas en madrigueras. Ignoraban las obras de arte y se llevaban ropa y baratijas, arrollando y pisando las pilas de documentos. Al salir, los soldados revolucionarios les cacheaban, y confiscaban los souvenirs. «Este es el palacio del pueblo», les reprendía el teniente bolchevique. «Este es nuestro palacio. No robéis al pueblo».
El mango de una espada rota, una vela de cera. Los ladrones entregaban su botín. Una manta, un cojín de sofá.
Antónov condujo al exterior a los exministros, donde les esperaba una multitud rabiosa. Los protegió con el cuerpo. «No les golpeéis», insistía junto a los demás veteranos -y orgullosos- bolcheviques. «Es incivil».
Pero la ira de las calles no se apaciguaría tan fácilmente. Después de un momento de tensión, y por suerte, un lejano eco de ametralladoras momento que dispersó a la gente, Antónov aprovechó para cruzar corriendo el puente, arrastrando a los detenidos para encarcelarles en la Fortaleza de San Pedro y San Pablo.
Cuando la puerta de su celda estaba apunto de cerrarse, el ministro menchevique de Interior, Nikitin, encontró un telegrama de la Rada ucraniana en su bolsillo.
«Recibí esto ayer», dijo. Se lo entregó a Antónov. «Ahora es tu problema».
En Smolni, fue ese obstinado negacionista, Kámenev, quien dio la noticia a los delegados: «Los líderes de la contrarrevolución atrincherados en el Palacio de Invierno han sido capturados por la guarnición revolucionaria». Otro pandemonio de aplausos y celebraciones.
Eran más de las 3 a.m., pero todavía había asuntos que resolver. Durante dos horas más el Congreso escuchó los informes que llegaban; de unidades que volvían a alinearse con ellos, de generales que aceptaban la autoridad del CMR. Pero todavía había disenso. Alguien pidió la liberación de los ministros eseristas encarcelados: Trotsky los atacó, tachándolos de falsos camaradas.
Alrededor de las 4 a.m., en un poco digno epílogo, una delegación del grupo de Mártov volvió a entrar tímidamente, e intentó someter de nuevo a votación su propuesta de gobierno socialista de colaboración. Kámenev recordó a la sala que aquellos con los que Mártov defendía el compromiso le habían dado la espalda. Aun así, siempre moderado, archivó la condena de Trotsky de los eseristas y mencheviques, colocándola discretamente en un limbo procedimental, y ahorrarse así futuros sonrojos, en el caso de que se retomaran las negociaciones.
Lenin no volvería a la reunión esa noche. Estaba haciendo planes. Pero había escrito un documento que le correspondía presentar a Lunacharski.
Dirigido «A los obreros, a los soldados y a los campesinos», Lenin proclamaba el poder del Soviet y se disponía a proponer inmediatamente una paz democrática. La tierra pasaría a manos de los campesinos. A las ciudades se les suministraría pan, a las naciones del imperio se les ofrecería la autodeterminación. Pero Lenin también advertía de que la revolución seguía en peligro; un peligro externo e interno.
«Los kornilovistas… intentan enviar tropas contra Perogrado… ¡Soldados, oponed resistencia activa al kornilovista Kérenski!… ¡Ferroviarios, detened todos los trenes con tropas enviadas por Kérenski contra Petrogrado! ¡Soldados, obreros, empleados, la suerte de la revolución y la suerte de la paz democrática está en vuestras manos!».
Llevó un tiempo leer todo el documento en voz alta, por las numerosas interrupciones que se produjeron en forma de ovaciones. Un pequeño ajuste verbal aseguraba el asentimiento de los eseristas de izquierdas. Una minúscula facción menchevique se abstuvo, preparándose para un camino de reconciliación entre el martovismo de izquierdas y los bolcheviques. No importaba. A las 5 a.m. del 26 de octubre, el manifiesto de Lenin se votaba y aprobaba abrumadoramente.
Un rugido. Su eco se disipaba mientras la magnitud de la resolución se hacía lentamente clara. Las mujeres y hombres aplaudían, y se miraban casi de incredulidad: se había aprobado. Estaba hecho.
El gobierno revolucionario había sido proclamado.
El gobierno revolucionario había sido proclamado, y eso era suficiente por una noche. Era más que suficiente para una primera reunión, desde luego.
Agotados, embriagados de historia, con los nervios todavía agitados por la electricidad del momento, los delegados del Segundo Congreso de Soviets salieron de Smolni. Salían de aquel antiguo instituto hacia un nuevo momento de la historia, un nuevo primer día: el del gobierno de los trabajadores. Amanecía en una nueva ciudad, la capital de un Estado de Trabajadores.
Caminaron, adentrándose en el invierno, bajo un tenue pero iluminado cielo.
Fuente: Jacobin.
Este texto es un extracto de Octubre. La historia de la Revolución rusa (2017, AKAL), de China Miéville. Fue reproducido con autorización de AKAL.
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CHINA MIÉVILLE: Autor de Octubre (2017, AKAL), La ciudad y la ciudad (2009, Macmillan) y otros libros de ficción y no ficción.
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